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Comentario
La pose de la Ilustración

Cómo la conciencia moral se convirtió en estética – y por qué el wokeness perdió su profundidad
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The Pose of Enlightenment
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El wokeness fue alguna vez un despertar; hoy funciona como decorado. La frontera entre el gesto moral y el reflejo estético, entre la actitud y la puesta en escena, casi ha desaparecido. ¿Qué queda cuando la conciencia se convierte en superficie?

Despertar como ritual

La palabra “wokeness” contenía antes el impulso de sacudir. Hoy suena como un mantra repetido tantas veces que ha perdido su filo. Lo que empezó como un movimiento se ha convertido en una coreografía: precisa, controlada, profesional. En revistas, pódcast y paneles, la convicción aparece como estilo y la moral como forma. El impulso del cambio se mantiene como una marca. Incluso la resistencia tiene identidad corporativa. El wokeness ya no es radical, sino ritualizado: una conciencia cuidada que no arriesga nada y se exhibe como prueba de su propia pureza.

Del patetismo a la fórmula

En los primeros años del espacio público digital, el lenguaje era una herramienta de conocimiento y un movimiento hacia la apertura. Hoy sirve para gestionar el consenso. Antes la moral era gris; ahora brilla azul: fría, digital y tranquilizadora. Los términos que antes tenían fricción se han vuelto lisos. El lenguaje político suena como publicidad y la Ilustración como una campaña. Palabras como diversidad o empoderamiento resultan agradables, intercambiables y certificadas. El código moral ha sustituido al estético —o, más precisamente, se ha convertido en una estética en sí misma. Entre actitud e imagen ya no hay frontera, sólo iluminación. El lenguaje del bien se ha convertido desde hace tiempo en el lenguaje del diseño. Y en algún lugar, entre todas esas palabras armoniosas, se pierde lo esencial: el riesgo de ser malinterpretado.

La moral como estilo de vida

La conciencia es hoy un certificado, un sello de pertenencia y relevancia. Las empresas, las revistas y los influencers ya no venden productos, sino buena conciencia. Una camiseta puede protestar, una campaña puede sanar y una columna puede consolar. La virtud se convierte en mercancía, la responsabilidad en marca. Incluso la contradicción funciona como estilo, adaptada a la estética del asentimiento: reflexiva, empática y siempre con un toque de ironía. El sistema ha aprendido a integrar la crítica. Ya no molesta: ennoblece. Pero precisamente por eso el discurso se convierte en producto de consumo, en un bucle interminable de autoafirmación moral.

La economía de la ternura

El sentimiento es la nueva moneda. La intimidad se formatea, la empatía se monetiza. El lenguaje de la vulnerabilidad hace tiempo que sirve para aumentar el alcance. Los pódcast y los ensayos transforman la sensibilidad en capital. Columnas como El nuevo azul de Fabian Hart en Vogue son ejemplares de esta tendencia: lo personal se convierte en pose, lo reflexivo en marca. Autoras como Kübra Gümüşay, Margarete Stokowski o, a nivel internacional, Roxane Gay, Jia Tolentino y Laurie Penny se mueven en esta tensión entre sinceridad y autopromoción. Lo que comenzó como una búsqueda honesta de sí mismo se ha convertido en la banda sonora de una cultura que entiende la emoción como diseño. La dulzura parece profesional, la apertura calculada. La autenticidad ya no es un riesgo, sino un decorado: un marco perfectamente iluminado para un sentimiento repetido mil veces y vacío de significado.

El fin de la fricción

La gran paradoja del wokeness es que ha abolido el conflicto del que una vez vivía. Una cultura que antes buscaba la confrontación hoy administra el consenso. El discurso ya no amenaza al poder, lo confirma —en nombre de la empatía. Incluso la crítica del movimiento forma parte de su estética: suave, autorreflexiva, controlada. En suplementos culturales y formatos de Berlín a Nueva York, la moral suena igual en todas partes: un murmullo bien temperado, compatible con las marcas. Es la era de las voces suaves y las emociones reguladas. Todo puede decirse, siempre que suene amable. Pero un lenguaje sin riesgo pierde su peso. Dice mucho, pero nada que duela. A veces el discurso moral parece una habitación sin aire: cortés, amable, pero ya asfixiada. Entre sensibilidad y silencio sólo queda una armonía banal.

El precio de la pose

El resultado es el agotamiento. Las palabras que antes brillaban se han vuelto opacas. La actuación constante de la conciencia desgasta incluso a quienes la han perfeccionado. Detrás de la fachada de la empatía crece un cansancio que no puede nombrarse: la sensación silenciosa de que todo ya se ha dicho y archivado. La verdad ha sido reemplazada por el consenso, la claridad por el estilo. Se confunde la moral con el significado. La Ilustración se ha convertido en pose: un estiramiento moral de la autoafirmación. La actitud, como el lenguaje, sigue siendo impecable, pero vacía. Y en algún lugar de ese vacío, entre todas las palabras correctas, el sentido se disuelve, como un eco que nadie escucha ni responde.

Regreso a la profundidad

Hace tiempo que necesitamos otro lenguaje: uno que respire, que admita la incertidumbre, que se equivoque, tropiece y dude. Un lenguaje que busque el encuentro en lugar del asentimiento, que quiera comprender más que agradar. Incluso al precio del malentendido. Todo lo que se mantiene sólo por complacencia pierde su necesidad. Necesitamos volver a un azul que no sea simple decoración, sino escucha, a una profundidad que no se muestre de inmediato. El nuevo azul, lo que permanece, ya no es señal sino silencio. Espera bajo la superficie, donde el color aún tiene peso. El wokeness fue alguna vez ese azul: brillante e impenetrable. Pero quien flota demasiado tiempo sobre una ola extinguida se aleja demasiado de la orilla del diálogo —hacia el mar abierto de la ideología. ¿Y no es precisamente esa distancia de lo habitual la condición para que surja algo nuevo?

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