Europa está construyendo su futuro… pero bajo tierra. Las nuevas líneas de tren desaparecen en túneles, los aerogeneradores se mantienen a distancia, las líneas eléctricas se entierran. Lo que antes era un símbolo visible del progreso, hoy se considera una molestia. La tecnología solo puede operar si permanece invisible. Se espera que las infraestructuras desaparezcan: idealmente en el paisaje, o en el peor de los casos, en el discurso político. Lo que queda es la ilusión de que el bienestar es natural, automático y sin coste social.
El progreso en modo evasivo
Esta estética de la invisibilidad no es casual, sino un síntoma de debilidad política y social. En lugar de dialogar abiertamente con la ciudadanía, los proyectos se ocultan tras muros de hormigón, capas de tierra y medidas compensatorias. Se evitan los conflictos en lugar de enfrentarlos. El túnel sustituye al debate; la obra sustituye a la voluntad política. Lo que se presenta como sensibilidad es, en realidad, la externalización sistemática de cualquier incomodidad. Una política que solo actúa donde nadie se opone ha abandonado su función.
Tecnología sin rostro
Las infraestructuras nunca son neutrales. Representan orden visible, prioridades compartidas y compromiso cultural. Una línea ferroviaria significa conexión, una torre eléctrica representa alcance, una turbina eólica simboliza responsabilidad. Enterrar o suavizar todo eso no solo elimina espacio físico, sino también conciencia colectiva. El espacio público se convierte en un decorado donde nada debe molestar – ni siquiera lo que lo sostiene.
La incomodidad que se llama futuro
Ha llegado el momento de que Europa vuelva a mirar lo esencial. Las infraestructuras deben ser visibles, porque nos afectan a todos. La política debe convencer – no esquivar. Y la ciudadanía debe entender que el bienestar no es algo garantizado. Quien rechaza las infraestructuras, corta la rama en la que está sentado. La aceptación no es un sacrificio. Es un acto de responsabilidad compartida.



