Matthieu Blazy presenta en Chanel una colección impecable, pero le falta una idea propia. Entre planetas, perlas y perfección, la moda se pierde en su propio brillo.
La órbita del significado
Pocas casas de moda escenifican su pasado con tanta fuerza como Chanel, y al mismo tiempo parecen tan prisioneras de él. Lo que una vez representó la liberación se ha convertido hoy en una fórmula. Tweed, perlas, lazos: los tres signos sagrados, siempre reorganizados, pero siempre iguales. En el Grand Palais flotaban esta vez planetas sobre el escenario, como si el nuevo diseñador Matthieu Blazy quisiera llevar la marca a una órbita de la que hace tiempo se ha despedido.
La ligereza de la insignificancia
En el Frankfurter Allgemeine Zeitung, Alfons Kaiser calificó el desfile de “ligero” y “moderno”: dos palabras que suenan tan imprecisas como un comunicado de prensa impreso en papel de champán. En realidad, se trató de una puesta en escena de la seguridad, una confesión galácticamente iluminada de previsibilidad. Lo que antes hacía rebelde a Coco Chanel —la negativa a decorar el cuerpo femenino en lugar de definirlo— se ha convertido ahora en el propio principio decorativo. Bajo Blazy, lo práctico se cita pero no se vive; lo elegante se copia, pero no se piensa.
Belleza sin riesgo
Se percibía: esta moda ya no quería crear, sino agradar. Buscaba conexión, no ruptura. Su perfección reside en lo conocido, su belleza en lo carente de riesgo. Blazy no viste a mujeres, tranquiliza a clientas. Los tejidos son impecables, las siluetas irreprochables, y sin embargo todo permanece sin temperatura. Nada quiere herir, nada sorprender. Es una moda que evita el conflicto porque sabe que su público hace tiempo dejó de hacerse preguntas. Así, la colección flota entre la fina artesanía y la inmovilidad decorativa, como una marca de lujo que contiene la respiración para no asustar al mito.
El aplauso como argumento
Kaiser cuenta la historia de una “nueva estrella” que “revive los códigos”. Pero en realidad, aquí solo se retomó el viejo juego de la prensa de moda: el aplauso cortés que pasa por análisis. Las ovaciones en pie en el Grand Palais resuenan, pero vacías. No se aplaudió una idea, sino una confirmación. El entusiasmo sustituye al juicio; la euforia se ha convertido en la moneda de una industria que disfraza su propio cansancio con estruendo. Chanel vive, dice el eco. Pero, ¿de qué exactamente?
Las sombras de los planetas
Quizá fue revelador que el escenario fuera más oscuro que la ropa. A la luz de los planetas se veían sobre todo sombras. La moda que ya no confía en sí misma se muestra a media luz. Karl Lagerfeld habría sonreído aquella noche, no por admiración, sino por aburrimiento. Él, que nunca creyó en la moda sino en el ingenio de la forma, habría sabido que cuando la escenografía eclipsa la colección, la moda ya es historia.
Conocimiento sin actitud
Blazy no es un diletante. Domina la artesanía, el drapeado, la textura y el ritmo de un desfile. Pero confunde conocimiento con postura. Lo que en Bottega Veneta funcionaba como una severidad refinada, en Chanel parece un ejercicio obligatorio. Falta la frase que lo une todo, la idea que hace necesario un vestido. Sin esa idea, la moda sigue siendo decoración: bella, pero muda.
La mujer en la luz extinguida
Probablemente a Chanel le sentaría mejor una pausa artística que otro desfile. La casa es tan antigua como sus iconos y parece una mujer que aún cree en la ilusión del espejo, aunque la luz halagadora de la juventud se haya extinguido hace mucho tiempo. Sigue produciendo imágenes, pero ya no ideas. Lo que una vez fue un lenguaje de liberación es hoy una retórica de la autocita. Y mientras afuera los planetas siguen sus órbitas, adentro todo permanece igual: un baile eterno, impecable y, al mismo tiempo, cansado alrededor de sí mismo.




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