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El vacío después del resplandor

Olivier Rousteing y Balmain se separan
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The End of the Pose
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Fue el huérfano que se inventó a sí mismo. Durante catorce años, Olivier Rousteing transformó la casa Balmain en un espectáculo pop: un tiempo entre genio, megalomanía y autoidolatría digital. Ahora llega a su fin una era en la que el brillo se confundió con el significado.

La década dorada

Cuando el niño prodigio de la moda, Olivier Rousteing, asumió la dirección de la casa francesa Balmain en 2011, con solo veinticinco años, esta ya era un vestigio de tiempos pasados: elegante, pero cansada. El joven diseñador aportó energía, estridencia y su propia persona. Un diseñador negro en el corazón de la alta costura parisina: era más que un nuevo estilo, era una señal. Rousteing poseía un instinto para la forma y la proporción que estabilizó Balmain tanto en lo artesanal como en lo económico. Sus primeras chaquetas, de estructura rigurosa, y las referencias a Pierre Balmain en los archivos mostraban sustancia. Pero comprendió que el poder en la moda había cambiado: se había desplazado del trabajo manual a la visibilidad. Donde antes reinaba el silencio, ahora aparecían señales deslumbrantes. Su escenario ya no era el taller, sino Instagram, y él mismo se convirtió en el protagonista del nuevo drama de la moda.

El culto de la visibilidad

Con su “Balmain Army”, Rousteing creó una red de rostros célebres con alcance global que tradujo la moda en pura exposición. Kim Kardashian, Rihanna y Beyoncé llevaron sus diseños y lo convirtieron en la estrella de su propia marca. No solo escenificó ropa, sino también pertenencia: quien vestía Balmain formaba parte de su universo de brillo y poder. Su moda era como una armadura: metálica, reluciente, una declaración de control. Rousteing celebró a la “mujer poderosa”: impecable, inaccesible, siempre perfectamente iluminada. Predicaba fuerza para ocultar su vulnerabilidad. Pero detrás de la retórica de la autoconfianza se escondía un ideal corporal que exigía dureza más que libertad. Hizo visible la diversidad, pero rara vez en igualdad: su ideal seguía siendo la mujer perfecta e irrompible. Cada costura era una afirmación, cada vestido una declaración: “Existo porque me ves.” Hizo el lujo compatible con la era del selfie y convirtió la exclusividad en presencia constante. Pero cuanto más brillante era la luz, más superficial se volvía su resplandor. Rousteing captó el espíritu de un tiempo que confundía la belleza con el poder y convirtió el brillo del oro en su religión.

El espejo como escenario

Rousteing no era sastre ni artesano, sino el director de su propio mito. Mientras otros drapeaban tejidos, él coreografiaba la atención. Cada colección era espejo y escenario a la vez: un acto de auto-invención permanente. Con los años, sus apariciones se hicieron más grandes que sus diseños y su presencia acabó dominando la marca. Balmain se convirtió en el decorado del hombre en el centro. Hablaba de diversidad, pero en realidad se refería a visibilidad: la suya. El mensaje era: “Si me ves, ves el progreso.” Pero un progreso que solo se aplaude a sí mismo se agota pronto. Con el tiempo, la rebelión se transformó en rutina, y el provocador se convirtió en un hombre arrastrado por su propio mecanismo. Rousteing parecía oscilar entre la emoción y el cálculo: un estratega que dirigía con precisión su propia sobreexposición. Buscaba amor, pero encontró sobre todo admiración, que exigía constantemente nuevos focos.

El fuego y la fachada

En el verano de 2021, una explosión en el apartamento parisino de Rousteing provocó un incendio en una habitación. Sufrió graves quemaduras en el pecho, los brazos y las manos. Durante mucho tiempo guardó silencio. Mientras su cuerpo sanaba, construyó una nueva fachada. Cuellos altos, piel cubierta: el dolor permaneció oculto porque no encajaba con la imagen. Un año después mostró sus cicatrices en Instagram: perfectamente iluminadas y con gran dramatismo. Incluso la herida se convirtió en parte de su relato. Rousteing transformó el dolor en motivo y el trauma en ornamento. Desde entonces, su moda habló de fuerza, pero respiraba miedo. Las vendas que llevó a la pasarela parecían menos un consuelo que un disfraz. Había sobrevivido y convirtió su supervivencia en estilo. Pero con ello perdió la autenticidad que solo surge donde termina el control.

La caída silenciosa

Bajo su dirección, Balmain se convirtió en el eco de su propio tiempo de gloria. Las colecciones giraban en círculo, mostrando rostros y poses familiares: solo cambiaba la fecha. Rousteing hablaba de nuevos comienzos, pero cada look recordaba al anterior. Lo que antes era provocador se volvió rutina. La marca brillaba, pero ya no ardía. Incluso los clientes más fieles comenzaron a anhelar el silencio. Ya no querían espectáculos, sino artesanía y contención. Pero incluso la “contención” es una forma de puesta en escena, una que quizás le resultaba ajena a Rousteing. Siguió siendo, como siempre, el más ruidoso de la sala. Hablaba de autenticidad y diversidad, pero creó un mundo de luces de escenario y reflejos que solo devolvían su propia imagen. Balmain seguía siendo estable económicamente, pero estéticamente estaba agotada. Mayhoola, el propietario catarí de la casa, lo dejó hacer hasta que su repetición se volvió imposible de ignorar y puso en peligro el éxito de la marca. Entonces llegó el cambio: el nuevo CEO, Matteo Sgarbossa, exigió otro ritmo y una “reorientación creativa”. Detrás de esta fórmula se escondía una despedida típica del sector: cortés en las palabras, pero decidida desde hacía tiempo.

El legado del vacío

Olivier Rousteing deja una casa resplandeciente que ya no proyecta sombra. Salvó Balmain, la modernizó y la llenó de nueva vida, pero al mismo tiempo la vació de contenido. Su mayor logro fue abrir la moda a un público joven y nuevo. Su mayor fracaso, reducirla a pura superficie. Llevó la diversidad a la pasarela, pero a menudo como elemento decorativo. Habló de inclusión, pero fue un recurso estilístico sin riesgo. Lo que comenzó como revolución terminó como la rutina de un hombre convencido de su propia indispensabilidad. Su estética, antes un grito, se convirtió en un algoritmo calculado y vacío. Incluso el lujo que encarnó con tanta exuberancia perdió bajo su mando su aura exclusiva. Si esta despedida es un fracaso o simplemente el final de un ciclo, sigue abierto. Sus palabras de despedida sonaron inusualmente contenidas: “Estoy profundamente orgulloso de todo lo que he logrado y infinitamente agradecido a mi extraordinario equipo.” Palabras cuidadosamente elegidas, sin rastro de ira ni desafío. Rousteing fue la figura perfecta para una época en la que la visibilidad importaba más que el significado: una era que se asfixió en su propio resplandor.

Después de la luz

En su despedida de Balmain, Rousteing volvió a estar exactamente donde siempre había querido: en el centro de la atención. Pero incluso la estrella más brillante brilla solo hasta apagarse. Lo controló todo —su imagen, su cuerpo—, y sin embargo, detrás de todo ese control no quedó más que superficie. Para él, la moda nunca fue tela, sino su reflejo. Ahora ese espejo solo le muestra a él mismo, deslumbrado por su propio brillo. El humo se ha disipado, pero el polvo de oro aún flota en el aire. Rousteing seguirá adelante, en algún lugar, de alguna manera: no conoce otra forma de supervivencia que la visibilidad. En la moda buscó lo que la vida le había negado: pertenencia. Pero la moda no es un lugar para la terapia, sino para la ilusión. Transforma el dolor en superficie —y en eso, era un maestro.

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